Por: Gabriela Martínez
TIJUANA, BAJA CALIFORNIA A 19 DE ABRIL DE 2022.- Francisca, en cuclillas, remoja un sartén en una cubeta con agua gris. Ese día ella y su familia comerán, por primera vez en meses, un corte de carne que partirán en seis porciones. Celebrarán que a pesar de todo están vivos, que escaparon de una guerra no reconocida en Centroamérica, pero que, desde que llegaron a Tijuana como desplazados, ya cobró la vida de un sobrino, un cuñado y de la ex novia que uno de sus hijos dejó.
Su esposo, dos hijos y dos sobrinos más apenas despiertan y se alistan a unos pasos dentro de una casa de campaña en la que viven desde hace casi tres meses. Instalaron el tendido sobre un patio de concreto, el único que era utilizado como área de juegos para los niños del albergue Agape Misión Mundial, un templo cristiano escondido entre los cerros, al oeste de la ciudad.
Con el cambio de la política migratoria en la Unión Americana que recién anunció la eliminación del título 42, una práctica que permitía retornar migrantes que solicitaban asilo al cruzar el muro, familias enteras que esperan desde hace años por una oportunidad para quedarse del otro lado de la frontera se preparan para intentarlo: brincar el muro.
Francisca y su familia llegaron en 2018 junto con la caravana de centroamericanos. Escaparon de Honduras cuando tres pandilleros entraron a su casa y preguntaron por Jorge, su hijo de 15 años. Querían reclutarlo, pero al negarse a abrirles le partieron la puerta y luego la quijada.
Cuando su esposo intervino -mientras su hijo escapaba- le dieron un balazo que lo dejó medio vivo y con una marca a un centímetro de la yugular.
Tardaron días en un hospital, denunciaron pero ninguno de sus agresores piso la prisión. Para ella y sus hijos ir a la tienda era como transitar por un campo minado como en aquellos países que viven en conflicto armado porque pisar, aunque sea por error, el territorio de una pandilla contraria te asegura una bala en la sien.
“Es un país que lo mantiene controlado las Maras (mara salvatrucha) el que está vivo es porque ha sabido mirar, oír y callar… venimos de un lugar que sufrimos todos los días, es una guerra que luchamos con alguien que no podemos”.
Su viaje a Tijuana duró un mes porque a diferencia de otros desplazados pagar un avión no es opción, cuando el bus llego a la frontera esa misma noche se plantaron frente al puerto fronterizo El Chaparral donde pidieron asilo. Les dijeron que no. Primero tenían que anotarse en una lista, tomar un número y esperar su turno: el 4 mil 269.
De esa fecha han pasado casi cuatro años. Vivieron en un albergue temporal habilitado en la Unidad Deportiva Benito Juárez, en el centro de la ciudad, la misma donde ahora viven los ucranianos antes de ser recibidos en Estados Unidos.
Al conseguir trabajo rentaron un cuarto donde dormían seis personas, pero subió el costo de la renta y regresaron a la calle.
Resistieron hasta donde pidieron, pero en ese entonces el ahora ex presidente Donald Trump tomó la presidencia e interrumpió los programas para solicitar asilo y, luego, una pandemia terminó por sepultar sus posibilidades de cruzar la frontera.
“Saque mi número y nunca nos llamaron y desde entonces estamos aquí… me siento mal porque nosotros también venimos de una guerra… hemos convivido con ellos (pandilleros) porque ellos se van a meter a nuestras casas como dueños… vivimos un silencio dentro de nosotros… que Dios me perdone pero yo odio a las pandillas”, cuenta Francisca mientras se limpia las lágrimas.
El director Municipal de Atención al Migrante, Enrique Lucero Vázquez, explicó que en el espacio que alguna vez reguardó a familias centroamericanas ahora es para apoyar desplazados por la guerra entre Ucrania y Rusia, aunque el cupo está al límite el tiempo estimado para quedarse no es de más de 48 horas porque el gobierno estadounidense los recibe casi de inmediato.
Dentro de la unidad deportiva los gobierno y organizaciones civiles donaron infraestructura y comida, decenas de literas que permiten dormir a cada familia sobre un colchón. Afuera mesas colocadas en áreas y secciones, una donde sirven platos de comida como si fuera bufet, frutas, verdura, carne, pan y bebidas. También tienen una ludoteca e internet gratuito.
Desde que llegó a Tijuana ni a Francisca ni a su familia ni a los miles de desplazados centroamericanos le han ofrecido un espacio con esas mismas facilidades. El último lugar donde vivieron, antes de llegar al albergue, fue la calle. Al no poder pagar renta ni conseguir apoyo se trasladaron al campamento de migrantes habilitado en febrero de 2021 en El Chaparral.
Pero justo cuando cumplirían un año autoridades de los tres órdenes de gobierno usaron a cientos de elementos de las corporaciones para desalojarlos, los llevaron a refugios que no tienen el recurso para absorber el gasto y que ahora deben asumir, casi por si solos, esa responsabilidad.
Una de las familias desalojadas en ese operativo de madrugada fue la de Francisca. Cuando piensa en el trato que recibió simplemente estalla en llanto. Le preguntan qué siente cuando recuerda el ruido, las luces y la voz desde el megáfono que les ordenaba salir con tres mudas de ropa y dejar el resto, solo responde con una pregunta “¿Es que no merecemos vivir?” y se suelta a llorar.
A unos dos pasos de Francisca su esposo y uno de sus hijos se preparan dentro de la casita de campaña, mientras ella friega un par de platos. Sale el primero y juega con Oso, un perro de la calle que rescataron y con él ahora son siete los miembros de su familia. Mientras unos trabajan, ella limpia la pequeña casa que han formado dentro de esa tela medio rota, piensan si valdría la pena brincar el muro y probar suerte, al fin dice, “ya perdieron todo”.